El sentido común: ni eterno, ni universal

Cuántas veces apelamos al sentido común al aconsejar un hacer, un decir.

Este acuerdo tácito colectivo se forja a base de tradición, de educación, de corrección de conductas fuera de la norma. Se pasa de padres a hijos y lo refuerza la tribu.

El sentido común es muy útil cuando la sociedad es uniforme, estática, porque da los fundamentos de lo que es correcto, de lo que se espera de uno en las situaciones nuevas, no previstas, no escritas. El sentido común controla que nadie se aparte de la norma.

Y luego, presuponemos que nos regimos por criterios compartidos y lo que está bien para mí será correcto para los demás.

Pero si tienes los ojos abiertos verás que el sentido común ya no es tan común como lo era.

Hay un sentido común que comparten los ricos, otro los pobres. Hay unas pautas aceptadas entre empresarios y otras entre empleados. Las mujeres se comportan de una manera, los hombres de otra. Y sí, además hay una base compartida por una cultura que nos permite convivir mínimamente.

Los jóvenes de hoy han roto normas ancestrales como la del «Calla y escucha», «No repliques», «No te hagas ver.» «Acepta lo que te ofrecen.»

Hoy hablo de este tema porque las mujeres heredamos unas normas específicas de comportamiento, de comunicación, que tenían su utilidad y eran compartidas en una sociedad que ya no existe. El sentido común de nuestras madres o abuelas ya no nos resulta útil.

Los consejos sobre nuestra forma de comportarnos, movernos, vestirnos, hablar forman parte de esta tradición que nos ubica y nos dicta cómo actuar en cada momento. Pero es importante preguntarnos qué ha cambiado y cómo nos adaptamos nosotras. Y qué influencia podemos ejercer en esta nueva forma de vivir y trabajar. Qué aportamos al nuevo sentido común.

Por eso es tan importante conocer de una manera objetiva y consciente nuestra propia conducta no verbal, la forma de hablar y de pensar. Para saber qué estamos perpetuando sin saberlo y qué podemos romper para estar dónde y cómo queremos.

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